miércoles, marzo 28, 2007

Del silencio a la unidad de vida

Estando en Valencia el pasado lunes, pude escuchar una conferencia impartida por Monseñor Montes, obispo de Huesca y Jaca. En ella trataba el tema vocacional, y decía que para que los sacerdotes pudiéramos transmitir el sentido vocacional de nuestra vida, era necesario que cultiváramos la contemplación, la comunión y la misión.
Estos tres aspectos hay que vivirlos desde la unión de vida, es decir, es necesario vivir las tres dimensiones. Si solo ponémos el énfasis en la contemplación, corremos el peligro de aislarnos de nuestros hermanos los hombres, e incluso de caer en la soberbia espiritual. Si solo acentuamos la comunión, haremos un club de amigos, pero nada más. Si acentuamos la misión exclusivamente, caemos en el activismo estéril.
Hay que vivir los tres aspectos, y solo se pueden vivir desde nuestra unión con Dios. En ese sentido se nos propone un camino que comienza desde la escucha y el silencio. Aprender desde el silencio contemplando al crucificado lo que significa "amaos los unos a los otros como Yo os he amado", y comprender así que es verdaderamente la comunión -por cierto, palabra tan manida y desvirtuada, justificadora de mediocridades para tantos- y desde ella salir a predicar el único mensaje que merece la pena: que Dios salva en Jesucristo. Esto es unidad de vida, y sin esto sin duda ninguna que caminaremos desorientados.

viernes, marzo 23, 2007

El silencio

Uno de los grandes componentes del equilibrio psicológico es el silencio. Tanto tener momentos de silencio ambiental como el ser capaz de crear silencio.
Si hay algo que define nuestra sociedad occidental es que es incapaz de soportar el silencio. El cardenal Newman decía que el hombre es incapaz de soportar diez minutos de silencio,porque irremediablemente tendría que enfrentarse consigo mismo, con la realidad de lo que uno es. Esto lo decía a mediados del siglo XIX, y sin embargo es perfectamente aplicable a nuestro tiempo.
Cuando estuve en el noviciado empecé a valorar el silencio. A mis veinte años era una experiencia casi desconocida para mi. No me resulto difícil adaptarme, porque en el fondo era algo que llevaba deseando desde que tenía uso de razón. El ritmo de una vida metódica, los tiempos para cada cosa, la ausencia de prisas... un paraíso si cabe sobre la tierra. Pero la experiencia definitiva fueron los ejercicios espirituales ignacianos de un mes. Yo creía que podría vivir así toda la vida, en oración y silencio. La película de "El gran silencio" me recordó mucho esta experiencia.
Todavía me acuerdo de la vivencia que tuve al finalizar la segunda semana. Salí del monasterio para acompañar a un sacerdote que tenía que celebrar misas en los pueblos de los alrededores, pues era domingo. Por primera vez en mi vida sentí intensísimamente como todo era reflejo de Dios. La naturaleza brillaba con una fuerza tal que nunca había descubierto antes. El verde era más verde que nunca y era vida. No hablé en toda la mañana, aunque era día de descanso. No podía. Se había creado una corriente en mi interior de presencia de Dios que me parecía fastidioso tener que romper ese silencio.
La oración es esto. Es este silencio que me hace vivir la presencia de Dios y el diálogo íntimo. Desde entonces he pasado por distintas fases en la oración, hasta casi dejarla muy a mi pesar en algún momento. Pero ese silencio deja su llaga en lo profundo, y no se puede pasar mucho tiempo sin hacer caso a esa llamada de intimidad con Dios que es la oración. Negar esta llamada sería destructivo. Por eso la importancia de la perseverancia. Como decía mi profesor de Teología Espiritual, Don Jose María Iraburu, aunque nuestra aridez sea tal que lo único que nos da ganas es de colgarnos del primer arbol, hay que perseverar. Buscar ese silencio para hallarle lo supone todo para una vida genuinamente cristiana.

martes, marzo 20, 2007

Oblación y reparación

Estos términos han formado parte de la tradición ascética cristiana desde los comienzos de la predicación del Evangelio. Me sorprende ver que hay muchos cristianos en Occidente que prescinden totalmente de ellos en su vida cristiana.
Por lo que he comentado otras veces, no me estoy refiriendo a los bautizados no practicantes, sino a los cristianos que viven su fe con algun grado de compromiso. Esto nos incluye por supuesto a los sacerdotes. Parece que nuestra sociedad post-moderna ha encontrado la clave de la ascensión al monte donde solo mora la gloria y honra de Dios -en palabras de San Juan de la Cruz- y no necesita para nada ver su vida espiritual en clave de lucha. ¿Habrá vencido el quietismo?
Yo creo más bien que lo que ha vencido es algo tan vulgar como la comodidad. El hombre en nuestras prósperas sociedades occidentales tiene su orden de prioridades en la vida muy trastocado, y la inercia o la ignorancia conducen a la apatía espiritual.
Por eso, al más puro estilo ignaciano, es necesario hacer uso de la virtud opuesta a la tentación que nos domina. Y la virtud opuesta a esta comodidad es la oblación y la reparación.
La oblación es algo que nos pone en contacto con la realidad más profunda del hombre, que es el hecho de que percibe su propia existencia. La oblación presupone el saberse capaz de orientar la propia existencia en una dirección u otra.
Todas las cosas realmente importantes de la vida suponen una donación. Así, el progreso personal en los distintos campos de la actividad humana son elecciones oblativas, puesto que se toma esa opción (estudiar) y no otra (correr). En el campo de las relaciones interpersonales esto aparece con toda su fuerza. El amor conlleva una dinámica de renuncias y de incrementos. Y a mayor exclusividad en esa relación interpersonal, mayores han de ser las renuncias. Si no fuera así, el amor sería imposible. Si no soy consciente de que me poseo y puedo darme es imposible relacionarme con el otro.
Nuestra relación con Dios entra de manera especial en esa dinámica interpersonal. Dios asume la naturaleza humana y la hace suya para poder entregarla en el sacrificio del Calvario, que San Pablo muy acertadamente lo compara con el amor esponsal. Por eso, aunque comprendo el alcance filosófico de la expresión "el totalmente Otro" para referirse al misterio de Dios, creo que con Jesucristo esa barrera se rompe.
El punto de inflexión de la Historia para el cristiano es el momento en que Dios se hace hombre y cercano por la oblación. ¿Cómo es que hemos perdido el sentido entonces de la penitencia?
Esta es la clave de la ascesis cristiana, de la penitencia: que Cristo ama y se entrega. Su amor es oblación en estado puro, y nos pide que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado. Por eso es tan profundamente relativo a Cristo -o sea, cristiano- el hacer penitencia y entender nuestras vidas como una oblación continua, en definitiva un acto de amor y no de inercia.
Y como diría Jean Guitton en Lo impuro, la oblación se ha de distinguir netamente de la ablación. La ablación es negar al hombre y no tiene sentido. Es el sacrificio arbitrario e inútil. La oblación, por el contrario, construye al hombre, pues establece una dinámica de donación y de recepción. Es lo que en definitiva hace feliz al hombre.
¿Un cristiano sin oblación ni reparación? No ha comprendido el evangelio y no podrá transmitir la alegría de vivirlo.